Un vasto campo de lavanda se extendía hasta donde alcanzaba la vista, impregnando el aire con su suave y refrescante aroma. Un hombre vestido de traje se detuvo, observando el cigarro entre sus dedos mientras caminaba hacia el prado. A lo lejos, una joven pensativa avanzaba, sosteniendo en la mano lo que parecían ser fichas de póker, perdiéndose en el embriagante perfume de las flores.

—Marcos —preguntó, con un cigarro en la mano y una sonrisa enigmática—: ¿Tienes fuego?
Agustina lo miró con calma antes de responder:
—No tengo fuego, y no deberías encenderlo aquí.
Marcos, con una mirada desafiante y sin perder la sonrisa, respondió sobre su hombro:
—Lo encenderé donde yo quiera.
